Coincidíamos, con frecuencia, por las calles de Recoleta. En
ese barrio residencial y prestigioso de Buenos Aires, hoteles lujosos de hoy
fueron, antes, palacios, como el Duhau o el Laprida. El Ortiz Basualdo o el
Pereda son ahora embajadas. Ostentosos y
exclusivos clubes, fueron alguna vez residencia de familias ilustres, los
Alzaga Unzué, para mencionar apellidos de alcurnia. Los Anchorena cedieron su
Palacio a la Nunciatura Apostólica. Art Nouveau. Belle Époque. Nombres de
arquitectos europeos labrados en las piedras.
Nos cruzábamos muchas veces por esas vías de memoria
aristocrática, algunas de las cuales todavía alfombran, sus aceras, al despuntar la primavera, para resaltar
el paso de distinguidos y exigentes compradores. Mozos de librea ofreciendo
champán a la entrada de los almacenes de marca. Violines y chelos esparciendo a
Vivaldi en el ambiente cálido de los atardeceres de noviembre.
Mujer alta, con porte de señora y belleza ajada por el
tiempo, tenía rasgos claramente caucásicos y perfil de princesa rusa. Mejillas
encendidas a la fuerza sobre su tez blanca, alguna vez con color en las
pestañas, envejecida, calzaba zapatos cerrados, estilo europeo, y vestía
siempre un batón largo de tonos claros. La cabeza, de cuando en cuando, tocada
por un pañolón más bien doméstico. Vestía como para estar en casa.
Se paseaba, a todas horas, con soltura. Claramente, aquellas
eran sus calles y alguno de los edificios, su residencia, su mansión, tal vez,
su palacio. Cruzaba cada calle como si estuviera, en su casa, recorriendo la promenade de la antecámara al salón y de
éste, a otra antecámara y otro salón. Una y otra vez.
Cuando no, permanecía estática, de pie, bajo el dintel de
una de esas puertas callejeras labradas exquisitamente en madera y enchapes de
metal dorado, la mirada fija en la pared de enfrente, en actitud contemplativa.
¿Vería antigüedades, objetos de países exóticos, alguna colección de arte que
la clase alta atesoraba como señal de categoría en sus aposentos? Estaba, a no dudarlo, acostumbrada a observar
pinturas y gobelinos. Se sentía dentro de casa, aún bajo el dintel de alguna puerta
de calle.
Alguna vez, la encontré extrañamente sentada en el pretil de
uno de los muros de un palacio, que, pensé para mis adentros, bien podría ser
el suyo. No tuve manera de saber si ella estaba, en ese momento, pensando en
cuál de los cajones de su chifonier habría puesto la mantilla aquella que ahora
no encontraba. O dándole vueltas a cómo recuperar
la carta del amante, escondida en el secretaire de la salita que le gustaba
tanto. O eligiendo qué vestido se pondría al posar para un retrato de torso
semidesnudo. O en qué intrincado laberinto de su vida se perdió la idea de
llegar a ser abadesa de las Catalinas…
En cierta ocasión, la vi merodeando por la Carlos
Pellegrini, caminaba entre los setos de ligustre que demarcaban el trazado de
la plaza, arrastrando algo que no alcancé a distinguir bien. Me preguntaba si
estaría pretendiendo ingresar al exclusivo Jockey Club. No le faltaba el aire
de amazona elegante que habría jineteado briosos pura sangre o robustos
caballos criollos. Tampoco, esta vez, tuve manera de saber si estaría ella soñando
con el último juego de bridge. O evocando, junto al verde de la plaza,
recuerdos de su infancia en los campos veraniegos. Quizás, gozando internamente
la noche aquella cuando la llevaron, del brazo, al Ortiz Basualdo, entre
encajes, tafetanes, máscaras y levitas.
Nos cruzábamos a menudo, sea en las plazoletas, sea en las
calles de casas distinguidas, sea en las áreas del comercio exquisito o del
rutinario aprovisionamiento familiar. No hablaba, más bien diré, yo no la
escuché hablar. Al salir, temprano en la mañana, solía coincidir con ella
frente al supermercado que se hallaba al paso, como si siempre aguardara a que le
abrieran las puertas. Alguna vez la vi ingresar con el primer empleado, en
quien percibí cierta sospechosa deferencia y complicidad, llevando un
avejentado carrito de arrastre. Salió, al poco, sin bolsa de compras, pero, eso
sí, con brillo en la cara, pelo reluciente y su frondoso cabello cano, alisado
y recogido en coleta.
No supe nunca en qué portal dormía o en qué palacio entraba
furtivamente a cierta hora de la noche. Ni cómo lograba estar puntualmente a la
hora en que el supermercado abría. Ni cuándo ni por qué su agobio interior se
tornó insoportable y salió a deambular con su maletita en la mano y su porte de
dama de alta sociedad. Solamente la veía estar en los dinteles de las puertas
del barrio elegante, cruzar calles como aposentos, confundir pretiles ásperos
con sofás mullidos. Dama añejada entre las flores de primavera y la escarcha
del invierno.
Sólo una vez alcancé a escuchar un cruce de palabras entre
ella y una persona interesada y compasiva, al pie de las gradas de la Iglesia
del barrio.
- ¿Cómo se llama usted?, dijo una inquisidora y
diligente muchacha.
- García Fernández de Le…Ríos-Prado y Rodrí…. No,
no. Pacheco del Solar Dorre… Perichón y Liniers de… ¿importa?
-
No mucho, la verdad. Dígame, ¿tiene usted dónde
dormir?
-
A Dios –dijo ella, señalando con su rostro la
puerta abierta del templo- no le pido cama, sino sueño.
Y la vi alejarse, mujer alta, bella, señora, con el carrito
a rastras en el que almacenaba todo su ajuar y sus recuerdos. Fue la última
vez.
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